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La bodega Descendientes de J. Palacios, proyectada por el arquitecto Rafael Moneo vista desde la finca de La Faraona, en Corullón, en el Bierzo (León). FOTO: ENRIQUE ESCANDELL VÍDEO: CÉSAR CONTI

Sobre un fértil terreno de origen volcánico y cepas viejas de mencía se gestó una revolución, la de Álvaro Palacios, Raúl Pérez y los bodegueros a los que inspiraron. Convirtieron el vino de la denominación de origen leonesa en objeto de deseo en todo el mundo. Esta es su historia y su secreto.

Amanece en La Faraona. Son las 7.45. El sol comienza a regar con un tono anaranjado las 2.000 vides que pueblan esta media hectárea de terreno protegida por un doble vallado. Orientada al Sureste, la luz entrará de frente hasta mediodía. El resto del día lo hará en oblicuo. Situada en una ladera, con una inclinación del 40%, su parte más alta alcanza los 975 metros. La base, 950. Hacia la mitad del terreno, una falla tectónica genera un pequeño balcón. Al alzar la vista, se ven primero los tejados grises de Corullón. Al fondo, Villafranca del Bierzo, en la provincia de León.

El suelo tiene color grisáceo. Hay pizarra, basalto o titanio. Al olor de la tierra y de las uvas se le suma, con ayuda del viento, un nítido aroma a poleo menta. Pituitarias expertas captan, además, la presencia de helechos, hinojos o jara. También lo harán las uvas. Tras la vendimia, los algo más de 2.000 kilos de uva que saldrán de esta finca se traducirán en dos tinas. Mucho antes de convertirse en otras tantas botellas, ya estarán vendidas a 90 países. La alta demanda obligará a poner un cupo por región. El precio: 1.100 euros la botella, que lleva el mismo nombre que la finca y ha conseguido llegar en dos ocasiones a los deseados 100 puntos de la prestigiosa guía Parker.

Pero no siempre fue así. Hace dos décadas, esta media hectárea era una de las menos rentables de la zona. Al estar tan alta, se vendimiaba antes de su tiempo, cuando las del valle estaban maduras. Por eso tenía menos grado de azúcar, que era el baremo con el que las cooperativas marcaban el precio. ¿Qué sucedió para que se produjera un cambio tan grande? Una mezcla de historia, geografía, talento, pasión y comunicación humanos tienen gran parte de la explicación.

Cata de vino en la bodega Cabildo de Salas (de Raúl Pérez)
Cata de vino en la bodega Cabildo de Salas (de Raúl Pérez) ENRIQUE ESCANDELL

“¡Esta va a ser La Faraona!”, exclamaba el bodeguero Álvaro Palacios (Alfaro, 56 años) allá por el año 2001. Así se llama en La Rioja a la barrica que guarda el mejor vino. Palacios —ojos azules, pelo en batalla entre el rubio y las canas— forma parte de la quinta generación de una gran saga vinícola riojana. Con formación enológica y comercial. Es un relámpago con destellos zen. Rompió con la tradición familiar en 1989, a la vuelta de sus estudios de enología en Francia. Vendió su moto. Se fue al Priorat con un objetivo: “Hacer grandes vinos”. Lo consiguió. En 1999, ya con la vitola de triunfador, aterrizó en el Bierzo.

Dice que veía esta finca desde la carretera cuando venía de Ponferrada. Que brillaba. Que subió hasta ella porque quería sentir la viña. Para poner la cara y la espalda mirando hacia el Sur y ver cómo daba el sol por la mañana y al mediodía. Que su anterior dueño, Miguelín, El Cacharulo, se la vendió encantado —“y baratísima, a precio de mercado del momento”— porque quería descansar, pero que aún hoy pasa de vez en cuando por aquí y se muestra orgulloso al ver dónde ha llegado la viña familiar que plantaron su abuelo y su padre.

Ricardo P. Palacios (Pamplona, 44 años), sobrino y socio de Álvaro, formado en viticultura y enología en Francia, lleva ya 21 años viviendo en el Bierzo. Con gafas de pasta y pelo negro ensortijado —sus amigos lo llaman “el viticultor atípico”—, es un hombre en plenitud. “A mí lo que me gusta del vino es que tiene mucha relación con la naturaleza”. Se le nota en su manejo de la caballería o en la forma hipnótica en la que limpia los racimos. “En un viaje a Galicia paré, vi esto y flipé. El paisaje, el patrimonio, la pizarra, la humedad… Llamé a Álvaro, y un 2 de enero, aún con la resaca de Nochevieja, me vine para aquí”. A la llegada le siguió un proceso de conocer gente, ir de vinos, ver suelos, pueblos, viñas… “Nos decían que el vino de Corullón había que beberlo entre tres: uno para beberlo, otro para agarrarte y otro para dártelo”, recuerda.

Ricardo P. Palacios y Álvaro Palacios.
Ricardo P. Palacios y Álvaro Palacios. ENRIQUE ESCANDELL

No solo empezaron a hacer vino en Corullón, también levantaron allí, en 2017, una bodega pensada y diseñada por Rafael Moneo, a la que llegan las uvas de sus 40 hectáreas. Con un presupuesto de 14 millones de euros, los 6.000 metros cuadrados de la construcción se han integrado en el paisaje: el 60% de su espacio se encuentra bajo tierra. Al entrar al edificio principal, un impresionante mirador recibe al visitante, que se encuentra de frente con una majestuosa vista de la llamada hoya del Bierzo. “Para comprender esta tierra”, dice Álvaro al señalar hacia el paisaje, “hay que entender a la cantidad de generaciones y generaciones que han trabajado las viñas para que esto esté aquí”.

Más allá del origen telúrico o volcánico del terreno, hay una parte de la historia más reciente que ha tenido lugar sobre la superficie y que ha forjado su actual cultura vinícola. Ese capítulo arrancaría con los romanos y la plantación de castaños, olivos y vides. Continuaría con la proliferación de monasterios y sus viñedos colaterales. Daría un giro con la llegada de la Orden de Cluny, que habría traído o se habría encontrado aquí —aún hoy hay debate— la uva mencía. Despejaría el terreno con el castigo de los Reyes Católicos a los nobles de Monforte, a los que obligaron a retirar los olivos. Crearía un minifundismo con la transferencia de más de 11.000 fincas fruto de las desamortizaciones del siglo XIX. Se convertiría en microfundismo con la regulación de las herencias que hacía el Código Civil de 1889, que asignaba una parte de la finca para cada heredero. Se hundiría, a finales del siglo XIX, con la entrada de la filoxera llegada desde América. Cedería el terreno a otro monocultivo, el carbón, durante gran parte del siglo XX. Vendería la uva a granel de la mano de las cooperativas. Todo ello se aderezaría con el paso de millones de peregrinos en su camino hacia Santiago y, con todos esos elementos, fermentaría en el Bierzo actual.

De esa historia beben las raíces de Raúl Pérez. Nacido bajo el olor del vino de la humilde casa-bodega familiar en la localidad berciana de Valtuille hace 48 años. Cuando sonríe, tiene cara de pillo. Cuando está serio, de melancolía. Hay un documento que atestigua que, en 1752, su familia invitaba ya a “vino y corteza de pan” a la gente que acudiera a un entierro. Quiso estudiar Medicina y llegó a asistir a alguna clase, pero acabó en la Escuela de Enología de Requena. En 1993 elabora su primera cosecha. En 2007 decidió independizarse de su familia. Hoy, es uno de los enólogos más reputados del mundo. “El gran secreto fue saber descifrar mis antepasados, si no los hubiese entendido, hubiese abandonado”, explica.

Un racimo de mencía, la estrella vitivinícola del Bierzo.
Un racimo de mencía, la estrella vitivinícola del Bierzo. ENRIQUE ESCANDELL

Hong Kong, Macao, Londres, Noruega, Suecia, Atlanta, Savannah, Nueva York, Colorado, Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, Madrid y casa. Esa fue la ruta que hizo Raúl entre el 6 de enero y el 2 de marzo para presentar sus vinos, con catas que llegaron a reunir a 1.700 personas. A la vuelta, un día, no podía salir de la viña. Llegó hasta la furgoneta y se fue directo al hospital. Coronavirus. Un día antes de intubarle, comenzó a mejorar. Se curó, pero no evitó que le recortaran la larguísima barba blanca que lucía y que le daba aires de gurú eremítico.

Se expresa con calma y claridad. Escuchándole, parece fácil hacer un buen vino y difícil hacer uno malo. Transmite una conexión especial con la tierra. “La esencia del Bierzo es una combinación de posición geográfica, influencia e historia. Las viñas te dicen cosas, es una cuestión de interpretarlas, y eso depende mucho de las personas”.

“Teníamos las cepas y la historia, pero nos faltaba el comercio. La llegada de Álvaro lo cambió todo. Le dio al Bierzo la dimensión que tiene hoy. Fue él quien puso la fe. Todos le hemos copiado. Nos ha enseñado que el detalle es la gran virtud de un vino, que ese punto de envejecimiento, ese momento exacto de vendimia, ese tratamiento del viñedo, es lo que te diferencia”, rememora.

“Fue un flechazo”, recuerda Ricardo del día en que llegó a casa de Raúl. “Somos como familia”, abunda Álvaro. “Ya no es solo que nos dejara trabajar en su casa los primeros años, es que hemos aprendido mucho juntos. Ya le dije que sería portada de las revistas más importantes. Tiene una creatividad… No para de darle vueltas a la cabeza. Siempre es ‘¡venga, una cosa nueva!”.

De izquierda a derecha, Santiago Ysart, Olga Verde, Germán R. Blanco, Verónica Ortega y Pedro Cao, en el Mesón Don Nacho, en Villafranca del Bierzo, centro oficioso del vino de la zona.
De izquierda a derecha, Santiago Ysart, Olga Verde, Germán R. Blanco, Verónica Ortega y Pedro Cao, en el Mesón Don Nacho, en Villafranca del Bierzo, centro oficioso del vino de la zona. ENRIQUE ESCANDELL

“Al final”, explica Raúl, “en las relaciones uno siempre aporta y se lleva algo. Álvaro ha sido muy generoso conmigo. Gracias a él pude probar vinos que no hubiera catado en mi vida. Compartir nos hace avanzar. Y a mí me hace feliz ver que viene gente a desarrollar proyectos a mis bodegas”. Su casa de Valtuille, de estilo brutalista, da fe de ello. Apenas hay semanas en las que alguna de sus 10 habitaciones simétricas no acoja a algún bodeguero de cualquier rincón del mundo.

“Raulín y Alvarito se necesitaban y se complementaron. Se juntaron dos personajes muy generosos. Uno conocía el Bierzo. El otro le dio el empuje para que sonara”, cuenta Ada Prada (Cacabelos, 47 años), sentada en La Moncloa de Cacabelos, el restaurante-hotel-tienda que regenta, que hoy huele a pimiento recién asado. Heredera de la tradición de Prada a Tope, Ada ha visto evolucionar los caldos de la tierra: “Ahora la gente pide marcas. Con la creación del Consejo Regulador, la llegada de grandes bodegueros, su conexión con los que ya estaban aquí y sus ganas de compartir conocimiento, ha surgido un ecosistema ideal para que el vino del Bierzo siga creciendo”. Esa constelación de factores alineados ha generado un entorno de colaboración y transmisión de conocimiento del que se nutre una nueva generación de viticultores. Cada uno con su estilo. Comparten cuadrillas y cajas. Y todos miden el paso del tiempo en las vendimias.

Alejandro Luna (Ponferrada, 45 años), copropietario de las bodegas Luna Beberide, dirige la recogida de la uva con un mapa en la mano. Parece un puzle del microfundismo, repleto de líneas y fronteras. “A cada dueño hay que decirle luego lo que han dado sus viñas”, aclara. Todavía recuerda el día en el que le pidió a su encargado que hiciera la poda en verde (retirar racimos de forma periódica para que los que finalmente salgan lo hagan con más vigor y mejor fruta). “¡Me voy de la viña!”, gritaba indignado por la cantidad de uva que se perdía. Y se fue. “Una cepa te da cinco kilos. Con la poda en verde, te da uno. Eso sí, es el kilo. No veas las peleas para explicarles a los dueños de las fincas que al año siguiente le ibas a pagar cuatro veces más, pero que querías la mitad de la mitad de los racimos que recogían. La entrada de bodegueros jóvenes cambió nuestra viticultura, aunque también hay que reconocer que, sin las cooperativas, no tendríamos hoy esta cantidad de viñedo viejo”.

El Bierzo es uno de los lugares del mundo con mayor concentración de cepas viejas (de más de 30 años). “Las viñas de esta tierra se leen como una partitura. Y suenan de forma distinta en función de quién las interprete”, comenta Germán R. Blanco (Gijón, 42 años), ingeniero agrónomo que se pagó los estudios ejerciendo de sumiller. Ya desde pequeño sintió una conexión con las viñas que veía desde la casa de su bisabuela en Albares, en el Bierzo Alto. Siempre soñó con tener una bodega, aunque le parecía un imposible. Hoy, de la que regenta en esta zona, salen cinco vinos en los que se destilan su ilusión y felicidad. “Disfruto muchísimo de lo que hago. Este lugar es especial”.

Alejandro Luna.
Alejandro Luna. ENRIQUE ESCANDELL

Verónica Ortega (Cádiz, 42 años) coincide en el diagnóstico. Licenciada en Químicas, su relación con el vino le viene “de ningún lado”. Hoy, produce más de 40.000 botellas con su propio sello. “La zona tiene una energía muy especial, que te invade y que hace que luego esos vinos te emocionen. Es muy auténtica, ancestral. Hay algo…, un halo, es como una magia que se transmite al vino. Es una cuestión de grandeza. Por algo vendrían los monjes…”.

Divertida. Sensible. Cabrona. Elegante. Delicada. Desconocida. Fácil y difícil. Diversa. Fragante. Versátil. Mágica. Transparente. Fresca. Exigente. Compleja. Profunda. Díscola. Mística. Caprichosa. Excepcional. Camaleónica. Alegre. Son algunas de las palabras que salen al preguntar por la mencía, la uva que se ha convertido en seña de identidad del Bierzo. Supone el 75% de los más de ocho millones de botellas que cada año salen de las 73 bodegas que hay en la zona. Una cifra que, coronavirus a un lado, no ha dejado de crecer desde 2015. Un tercio de esas botellas viajará al extranjero.

La historia familiar atrajo de vuelta a los orígenes a Santiago Ysart (Madrid, 48 años), ingeniero aeronáutico. Inició el proyecto Cantariña hace cinco años junto a su hermano Fede, retomando la actividad vitícola familiar, detenida décadas atrás. “Las viñas, más allá de lo empresarial, siempre han sido un lugar de encuentro de familiares y amigos. Nosotros queremos defender el ecosistema y representar fielmente la identidad del Bierzo, que es única e irrepetible, y que viaje a través de nuestros vinos”.

Y aquí entra en juego otro elemento clave: el paisanaje. El mismo que ha mantenido las viñas durante siglos, que las llama “el capital” y que no quiere vender su terreno porque pertenecieron a sus ancestros o porque las quieren para sus descendientes. “Aquí no venden ni pa Dios”, dice Olga Verde (Moaña, 38 años). Ingeniera agrícola. Llegó hace ocho vendimias para estar más cerca de la familia… y se enganchó. Su apego crece a medida que prueba y hace vinos. Está centrada en la godello, una variedad de uva blanca que supone cerca del 5% de la vendimia. “Aquí hay algo único, geográfico y humano. Si no existiera ese arraigo, ese amor por la tierra, no tendríamos este patrimonio”.

Flota en el Bierzo una cierta sensación de nostalgia contenida. La imponente calle del Agua, en Villafranca, está repleta de carteles de “se vende”, pero los precios indican lo contrario. Nadie quiere desprenderse de nada. Aquí, hace mucho tiempo, cada casa vendía el vino que no consumía, apenas se podía avanzar de la cantidad de gente que había y, aún hoy, el olor de aquel vino derramado por el suelo impregna la memoria de sus habitantes.

“Nuestra generación le ha dado una dimensión más al concepto ‘histórico’, entendiéndolo y poniéndolo en valor. El pueblo es fundamental, las marcas son secundarias. Nosotros pasaremos, pero habremos hecho grande esta tierra”, explica Raúl Pérez.

“Un gran vino”, dice Álvaro Palacios, “es la esencia y la virtud de un lugar privilegiado, de un capricho de la naturaleza. Aquí se junta la afinidad de la planta con su entorno histórico y la cultura de cómo manejarla. Tiene mucha lógica. Los grandes vinos están ahí. Y solo ahí”.

Ha sido un día intenso de vendimia.

Anochece en La Faraona.

Pedro Zuazua, 11 OCT 2020

El País Semanal

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